SOBRE EL LLAMADO PROCESO TARATA
Como
parte de un plan político reaccionario urdido por el actual régimen, se arma
nuevos procesos, con el objetivo de impedir libertades, llevar adelante nuevas
campañas negras, pero además para manejar las propias divergencias
reaccionarias.
La llamada “fundamentación” de la Fiscalía,
contra quienes estamos en prisión, es burda y subjetiva.Busca ampararse
imputando responsabilidad mediata, afirmando que el Congreso del PCP ratificó la condición de dirigentes a quienes ya estaban
en prisión, y señala que ésa es la base y fundamento para que respondan por
todo lo ocurriese en el país, y en este caso por el llamado caso Tarata, en la
ciudad de Lima.
Tratemos esa argumentación absolutamente subjetiva:
1.- En el proceso judicial ya desenvuelto,
sobre el llamado Caso Tarata, de las diversas pruebas actuadas, las
declaraciones de los diversos encausados, no se deriva ni prueba que el CC del
PCP dispusiera tal acción, sino que ocurrida se la criticó como un serio error, que había que corregir y
no volver a repetir. Las responsabilidades específicas fueron señaladas en el juicio correspondiente, según se ha
dicho y reconocido.
2.- En cuanto la responsabilidad personal:
Fui detenido en la noche del 11 de
junio de 1988.
Torturado en la Dincote, como
también mis coacusadas, me tuvieron que atender y hacer infiltraciones
especialmente en los hombros, en el Hospital de Policía para entregarme en el Establecimiento
Penitenciario de Canto Grande.
Fui
aislado en un ambiente contiguo a la Alcaldía,
donde permanecí varios meses, con la vigilancia armada de un efectivo policial
por las noches, posteriormente fui trasladado al tercer piso del llamado Venusterio,
ubicado fuera del área de los pabellones de internos, hasta fines del año 91.
Durante
todos esos meses la única relación con los prisioneros acusados del llamado
“terrorismo”, fue en la recepción de alimentos que me traían, y que se me entregaba bajo estricto control policial.
A fines del año 91 fui trasladado
finalmente al pabellón 4B. Entonces empezó el tiempo de los procesos legales:
durante varios meses fui conducido, casi todos los días, en un horario que
empezaba entre 6 a 7 am hasta las 7 a 9 de la noche, al Palacio de Justicia, en
el centro de Lima, no es inútil recordar que tras el primer juicio, en el que
me absolvieron, mi abogado el Dr. Manuel Febres Flores, fue asesinado por el llamado
comando Rodrigo Franco. Posterior -mente, en el segundo juicio, los aparatos de
inteligencia atentaron gravemente contra mi abogado el Dr. Jorge Cartagena
Vargas, dándole un disparo en la cabeza, y luego volándole el automóvil.
Finalmente lo pusieron en prisión, hasta que falleció luego de grave
enfermedad.
A
comienzos de mayo del 92, a pesar de todos los esfuerzos hechos, incluso con la
presencia de miembros de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, de la Cruz Roja Internacional, y de
diversas organizaciones de familiares, instituciones de la Iglesia, etc., el
plan urdido por el régimen del presidente Fujimori se puso en práctica. Desconociendo
hasta haber firmado un Acta, de que no existía prueba alguna de planes de fuga,
tenencia de armas, túneles, etc.
El 6 de mayo, por expresa disposición de
Fujimori, la policía atacó a los dos pabellones, asesinó a 50 prisioneros y
prisioneras, nos hirió de bala a muchos otros. Era evidente que buscaban
aniquilamiento selectivo. Y en mi caso, fui salvado, cuando un grupo de policía
me llevaba a la cocina para aniquilarme como a otros, por la circunstancial
presencia del Director del Penal y la Fiscal, que hacían un reconocimiento y me
identificaron.
A pesar de estar herido, en una celda
frente a la Alcaidía, luego se me condujo a la llamada “tierra de nadie”, un arenal entre la muralla
exterior del penal y el área de construcciones
internas, donde permanecí dos días. Al tercer día los heridos de bala
fuimos aislados en unas celdas contiguas al Tópico del Penal, donde se hizo un
simulacro de revisión médica pero no se nos curó a pesar de nuestra exigencia. A
las prisioneras heridas se las abandonó heridas en hospitales, y a las demás se
las aisló en Chorrillos y Cachiche.
A
inicios de junio se nos traslado a 83 de los varones a Lurigancho, en medio de
dura golpiza y pillaje de algunas pertenencias. Y al día siguiente, por avión,
se nos transportó de una forma brutal, por avión, a lo que supimos, tres meses
después, era el recientemente habilitado penal denominado Yanamayo, en Puno.
Aislados en celdas unicelulares, tuvimos
que enfrentar a problemas nuevos. Se nos
negó atención médica en Hospital. Solo a reclamo asistente se nos entregó
alcohol, agua oxigenada y un poco de gasa: ¡para heridas de bala en piernas,
muslo, con pérdida grave de masa muscular! Obviamente se buscaba nuestro
agravamiento y muerte. Más, nuestra voluntad de vivir primo, sostenido en el
calor y camaradería, colectivo sustento que no decayó.
Desde el primer día se tuvo que
enfrentar a problemas que se acumulaban:
el colapso de todo el sistema de agua y desagüe. Estábamos tirados en
colchonetas y frazadillas, casi desechas, que el Ejército, que empezó
proporcionándonos alimentos, usaban para criar a sus perros. El balde de agua
diaria que el personal policial transportaba en baldes, desde la poza ubicada
en una esquina del patio, tenia un color rojizo, pues caía desde las calaminas
pintadas del techo, a través de unas canaletas. Esa agua era depositada en un
lavadero ubicado en un costado de la celda, sobre la letrina. Era agua que no
se podía beber ni usar en el aseo personal.
Casi
a dos meses de nuestro arribo, por la presión de nuestros familiares, pudieron
ingresar las primeras personas que visitaban el lugar. La primera fue una joven
delegada de la Cruz Roja Internacional, quien lloro al vernos tirados en los
pisos las celdas. Gracias a esa institución pudimos conseguir cosas básicas y
elementales, empezando por medicinas para curar nuestras heridas, pero además
colchones, frazadas, tachos para agua, papel higiénico, utensilios para recibir
alimentos, etc., etc. Monseñor Jesús Mateo Calderón, entonces Obispo de Puno,
logró que abrieran mi celda para conversar con él, “como seres humanos”. El
padre Marcos Degen, Capellán del Establecimiento
Penal, nuestro gran amigo, nos apoyó inmensamente en la recuperación de los
heridos, y contención a los abusos de los carceleros. Más, fueron duros los
días que tuvimos que esperar para que ingresaran nuestras primeras visitas familiares, y otros
más antes de que lográramos el retiro del infame sistema de locutorios para
visitas, y el control militar primero y policial luego, que se empeñaban en
amedrentar a nuestras visitas, ya estábamos a mediados de agosto del año 92.
Fue
recién el año 93, a un año de nuestra llegada y hacinamiento en el penal de
Yanamayo, Puno, que pudimos salir al Hospital de Puno, e increíblemente
confirmar la gravedad de las lesiones, y la ubicación de las balas que aún
mantenemos en nuestro cuerpo, todo lo que pudimos enfrentar y vencer, y no por
bondad del Estado.
El 93 también fue el año de los juicios
con Tribunales sin rostro y la impunidad completa del Estado y sus jueces para
acumular cadenas perpetuas contra los que consideraba sus enemigos, sin derecho
alguno. En la primera ocasión salimos unos 30 prisioneros y unas 4 horas
después regresamos a nuestras celdas cargados de cadenas perpetuas unos y otros con penas de decenas de
años, y ejerciendo nuestro derecho a repudiar a un sistema tan violatorio de la
propia Constitución peruana. La Fiscalía entonces repetía alegremente el
carácter “práctico y legal” de los jueces y juicios “sin rostro”.
Es
preciso recordar que después de toda una intensa brega de los familiares y
prisioneros, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, resolvió determinando
y sancionando la responsabilidad del Estado Peruano en el genocidio de Canto
Grande de mayo 1992, y la obligación de hacer reparaciones a todos los
afectados y víctimas que su acción generó, entre ellas a mi persona.
Fue
unos de los oficiales del coronel Huamán Ascurra, quien en 1993, cuando yo
permanecía ya seis meses en una celda de los sótanos del llamado Pentagonito,
en Lima, me hizo la primera referencia sobre el lugar pero no el hecho, pues lo
que yo sabía era: Tarata era capital de la provincia del mismo nombre, en el
departamento de Tacna.
¿Cómo siendo yo víctima calificada en el
genocidio de Canto Grande, habiendo sido aislado desde mi primer día de prisión,
y habiendo sido trasladado a Yanamayo, herido de bala el 9 de mayo del año
1992, y aislado completamente durante el
siguiente año, sin siquiera el derecho a ser curado en un hospital, puedo ser
calificado, desde la óptica de la Fiscalía, como responsable de lo ocurrido en Tarata,
Lima? ¿El haber supervivido al genocidio es mi grave responsabilidad? No hay
responsabilidad directa ni mediata. En ese momento yo era víctima de la acción
genocida del Estado.
Eso es todo por hoy.
29 Enero del 2014.
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Osmán Morote Barrionuevo
Piedras
Gordas, Ancón 1